La apropiación de la experiencia política para la producción discursiva académica y/o militante ha tomado nuevos modos, un tanto descuidados por el análisis, que los que se utilizaban en otras décadas. Las dinámicas de producción de conocimiento a partir de lo que hacemos se han anclado en un modo acumulativo de procesamiento de datos que genera parvas de informes deudores ingratos de una experiencia a la que no vuelven. El proceso político que tenemos oportunidad de transitar a partir de la movilización por la problemática minera es vivido como una bocanada de aire fresco a las ya vetustas conclusiones de otros informes en los que se petrificó la radicalidad y el debate.
La práctica de crear comprensión en el diálogo, funcionando como red, agilizando flujos de información y apostando políticamente por una forma de autonomía universitaria que se despegue de la parálisis de la réplica constante para producir en una crítica que nos incluye y nos vincula, genera otro tipo muy diferente de conocimiento. Nos hemos encontrado con otras formas de hacer universidad, con otras universidades que transcurren en los mismos pasillos de
El nuevo Cientificismo y la crisis de la experiencia
Como primer punto, podemos comenzar por preguntarnos ¿Por qué aquel anquilosado discurso cientificista al que se sometió en otros tiempos (quizás hasta los ’70) a réplica en torno a la peligrosidad de su asepsia política no volvió a asistir al debate? ¿Acaso el tecnicismo ganó la partida política en las universidades o simplemente cada singular caso ha trabajado con estos discursos sin que ello repercuta en un uso generalizable? El momento que estamos transitando demanda no sólo una vuelta al encuentro con este discurso sino un tratamiento completamente distinto sobre el mismo, justamente sobre los usos que le damos a la producción científica procurando su divorcio con la “expertes”, que no hace más que capturar el conflicto para producir nuevos informes.
Es preciso interpelar su ficticia externalidad indagando sobre nuestras formas de producir nuestra narratividad científica; finalmente ¿cómo resolvemos el salto existente entre el tener experiencia y el hacer experiencia en la producción del conocimiento que consumimos en nuestros argumentos políticos? Giorgio Agamben atiende a esta dualidad como un tópico en la cultura actual “(…) una vez que la experiencia comience a ser referida al sujeto de la ciencia, que no puede alcanzar la madurez sino únicamente incrementar sus propios conocimientos, se vuelve al contrario algo esencialmente infinito (…) algo que es posible hacer y nunca llegar a tener, nada más por el proceso infinito del conocimiento.”[1] En otras palabras, aquella referencialidad recíproca que logra el hombre moderno entre experiencia y conocimiento lo lleva prontamente a un estado de obnubilación tal donde el sujeto se sitúa en una carrera sin metas, donde el quehacer científico acumulativo deglute las posibilidades de contener la experiencia y volver a ella. El tener la experiencia supone en cambio una relación con el otro, con otros saberes, que existe en tanto se respeta la distancia entre la acción y su apropiación discursiva, posibilitando -en un tercer momento- un retorno constantemente diferente a la acción inicial bajo una nueva discursividad. En este movimiento, de permeo pero no de completa identificación con la alteridad, se provoca la formación genuina. Esta formación propiciada en el diferir es solo posible bajo la mediación de cierto tiempo. Sostenemos a rajatabla que la teoría y la práctica son dos partes inseparables de cualquier tipo de producción, sin embrago cuesta comprender que sus dinámicas no son las mismas, que están reguladas socialmente de modos distintos y que para romper tales formas de reproducción la estrategia tiene que ser pensar por afuera del binomio instalando el eje problemático en otro sitio. Cuando abrimos esta disyuntiva entre tener y hacer experiencia nos atraviesa espectralmente la aporía de la división entre la acción y el pensamiento, propongo sacar de foco esta última parcelación (que en su revisión casi siempre conduce a respuestas tautológicas) para analizar las movidas que genera tal o cual experiencia de apropiación del conocimiento. Atendiendo a ello la preocupación del filósofo italiano por la pérdida posmoderna de la experiencia es algo que nos convoca plenamente, ya que tener la experiencia presupone, por una parte, conservarla narrativamente, delegarla, hacer con ella y recuperar sus productos, pero por sobretodo supone su democratización (encuentro diferencial con el otro). Si hemos perdido la experiencia es porque la hemos recortado a lo que nosotros podemos decir sobre ella, he aquí la posible llave a la pregunta por el fin de la oposición al cientificismo, es probable que nos hayamos convertido en excelentes cientificistas.
Reconozcamos ante todo que el dato no es el conocimiento científico, siendo éste quizás la cara más visible el tópico más significante es una estructura de acreditación y autorización, que no es ya la autoridad de la experiencia en su sentido más arcaico sino de la experiencia de haber hecho conocimiento sobre el tema, no importa si ayer, no importa si hace diez o treinta años. Es curioso en este punto ver como se ha creado la eficaz apariencia que enlaza lo perenne con el conocimiento científico convalidado como tal y lo efímero con todos los demás procesos de producción de saberes, esto es solo posible mediante la estructura de autorización que naturaliza, reactualizando su utilidad, ciertas formas específicas de validez.
El proceso de reactivación de la autonomía universitaria que ha iniciado la cuestión de la alumbrera puso de facto la problemática de la autorización sobre el tapete, y si este conflicto nos sirve para hablar de los modos en los que se produce conocimiento en la universidad ha sido porque el grupo movilizado ha puesto en litigio las formas mismas en las que se ha expresado el conflicto -como propondría Rancière-, las formas en las que se genera el conocimiento que enuncia y que acalla el problema de la explotación minera. Poniendo en jaque las reglas de construcción de decibilidad, acentuando que hay un nuevo ustedes y un nuevo nosotros, que no queremos lo mismo, no aceptamos lo mismo, no buscamos lo mismo y (en lo que ha este litigio respecta) no producimos lo mismo. Derruyendo así las expectativas de las dinámicas de autorización, en un movimiento transversal que busca llegar a los afectados inmediatos y no tanto, incorporándonos en una lucha que nos contempla y nos trasciende. De éste modo condensar otro tipo de capital político, uno que esté en relación intrínseca con el conocimiento y sus nuevos flujos abiertos por los nuevos usos, estas jugadas inaugurales que nos abren la cancha.
La importancia de poner en cuestión estos lugares asegurados desde donde se dice y se decide con la autoridad del espacio ser refleja como la manera más contundente de asegurar la estela de esto que ahora es un cimbronazo político. Después de todo de este cambio de papeles, guión y directores es de lo que se trata la política.
Autonomía universitaria
¿Qué es la autonomía sino esta capacidad de ponernos en cuestión? De erguir de vez en cuándo las palabras muertas, no con austera parsimonia sino con muestras de incisivo agravio ¿Qué era esto de la representación? ¿De la participación activa? Entendamos que aquella política que vela por la salud de nuestra gobernabilidad universitaria es la misma que tramita nuestras formas de producir conocimiento. Podemos concebir así que si bien la hegemonía de ciertas formas discursivas ha sido una marca de algunos tipos de argumentos conservadores, no son las formas en sí sino sus pretensiones determinantes las que juegan políticamente.
Una cooptación escandalosa de los espacios es lo que nos indigna, y hemos de distinguir entre esta sutura del campo de acción (que cree poder evitar las incomodidades de la democracia) y las marcas de los discursos que utilizan estas personas para hacerse eco. De esto se desprenden estigmas conceptuales, “legalidad” y “exactitud” no son malas palabras pero también sabemos que pueden no ser inocentes, la propuesta: politicemos. Incorporemos estas palabras dentro de una universidad (y una forma de producir conocimiento) que sea además legítima, representativa (desvinculando la palabra de su mera atadura procedimental; se es representativo cuando se participan las decisiones, las estrategias son múltiples), múltiple, dinámica y que comprenda que su práctica política forma conocimiento. Que la relación es vinculante, y que si sacudimos la pétrea estabilidad de una reformulamos la producción de la otra.
El derecho y la doctrina científica son vivos ejemplos de la apropiación de estos significantes que debemos recuperar. Tenemos así los datos de un discurso científico condescendiente y estéril: nos dicen siniestramente que la historia ha demostrado que algunos experimentos científicos aberrantes tuvieron efectos provechosos para la futura medicina, que los niveles de contaminación están en parámetros “aceptables”, que la reactivación económica compensa las pérdidas ambientales, estos argumentos no pueden ser los del discurso científico (no siendo ni la sombra de aquél cientificismo peligroso que en otros momentos los movimientos tenían como enemigo) sino los de sus vicios de dominio desnudos de toda fuerza retórica, explicativa. Lo importante aquí son nuestros usos, podemos rebatir con el mismo lenguaje poblado de imágenes mucho más corrosivas, sabemos que
Pensarnos, las imágenes de la contaminación
Al comienzo, consciente o inconscientemente, siempre hay una imagen. Podríamos hablar de una imagen que funda y nos atraviesa, que fija un sentido dominante, que ha perdido su carácter alegórico para generar unicidad. La universidad argentina, luego de las extirpaciones quirúrgicas de las reformas de las últimas décadas, después del amansamiento gerencial, ha comprado imágenes de origen que graban dichas modificaciones. La universidad es de pronto una isla, el último bastión de la razón ilustrada que siempre lleva las de perder cuando quiere mostrar la verdad a la sociedad, la universidad es autopoiética, superior e incomprendida y está destinada a ver la repetición trágica de la realidad de manos atadas. No tan lejos de esta perversa analogía se encuentran otras imágenes, la universidad quizás refracta la sociedad, es la sociedad, y por ende puede nombrar su acción con la capacidad enunciativa de esta parte/todo que sigue comprendiendo mejor que nadie las afecciones y las soluciones de lo real. Finalmente también hallamos en el registro simbólico de esta herencia mutilada de los lugares de la universidad la sensación de que estamos empantanados, ciegos de tanta cercanía, mirando sin ver la repetición incesante, sabiendo lo que se viene y sin que ello nos provoque ya nada, alienados. Sin darnos cuenta nuestra escena fundante se ha convertido en un vacío decepcionante que se muerde el rabo, en el mejor de los casos compartimos la insatisfacción.
Pero ni la isla en el medio de la nada, ni la inacción por la miopía de esto que nos empapa puede adjudicar un comienzo sino la pura reproducción de una crítica que no es tal en tanto se resguarda, como oprobio de su ego, la mónada de la cual produce. Un sitio siempre igual a sí mismo. ¿Qué consumimos para llegar a eso? ¿Bajo que parámetros estamos produciendo conocimiento? ¿Será que en el vértigo de juntar vales, estar en mil lugares y en ninguno, retacear instantes de estudios, nuestra mirada creyó el mito de su autosuficiencia?
La problemática de la explotación minera nos recuerda nuestros riesgos, nuestra relación intestina con el peligro que supone plegarse sobre sí. Ulrich Beck ha trabajado en este sentido con la experiencia del límite que nos es recordada a diario por los abusos medioambientales, la forma en la que hemos naturalizado que tantas vidas dependan de una decisión; un mundo donde pareciera no haber responsables porque todos somos en última instancia responsables hace caer sobre el capítulo del progreso de la modernidad la faz de su perversidad. He aquí una nueva imagen que acompaña a la idea del pantano, nadie debe dar respuestas en un espacio donde las causas y los efectos son intercambiables. El manotazo de ahogado es la distancia, pero no aquella que marcábamos al comienzo que permite volver a la experiencia de un modo distinto, no, se abre una distancia abismal de resguardo, de inmunización -como diría Esposito. Los ciudadanos de Andalgalá y de Belén no tienen entonces nada que ver con nuestra formación, son un Otro absoluto, son un caso analizable. La gente, organizaciones, grupos, que se movilizan por los abusos de la Alumbrera, por la proliferación de los monocultivos, por las diversas penetraciones (ecológicas, culturales, políticas, económicas), son personas con buenas intenciones que se van contra molinos de viento, porque queda bien o porque no entienden la marcha de la historia. La obra es muy decepcionante, los actores se han dormido. Pero la peligrosidad nos recuerda, dijimos, nuestros límites; lo que desconocen (o lo que temen) los precursores de un discurso tan laxo y adherente, tan perfectamente cómodo, es que en el fondo, aún antes de que nos importaran las imágenes que consumimos, hay ruido. La universidad con sus instancias de desacuerdo es un lugar esencialmente perturbador, y si bien podemos crear la apariencia de una inmunización externa es imposible inmunizarnos de nosotros mismos, así como es insostenible eludir eternamente aquellas posibilidades que nos abre incansablemente este espacio de correr los bordes que sustentan los formatos establecidos.
Esta universidad, la nuestra, estalló sus imágenes, aquellas con las que convive a diario, y dijo que no: produjo conocimiento.
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